Si quieres leer esta carta en inglés, la encontrarás aquí.
El otro día leía un texto de Irene Vallejo en el que mencionaba lo excesivo que le parece «llamar memoria a los archivos de información de nuestros ordenadores» o «inteligencia a la más formidable base de datos», cuando se trata de dos cualidades humanas complejísimas que aún no hemos terminado de comprender y de las cuales tal vez no conocemos ni la mitad.
Mientras me voy haciendo mayor me doy cuenta de que cada noviembre me encuentra buscando silencio; como si una especie de nostalgia me pidiera recordar. Recordar mi finitud y mi fragilidad, mi paso por aquí en un destello y el de todas las personas que me rodean. Hace semanas estuvimos en el cementerio de Palma visitando a un familiar y me sorprendí a mí misma. Nos hemos aferrado a innumerables creencias y sistemas destinados a prolongar en el tiempo y el espacio todo aquello que llega a su fin; necesarios claro, para tener cierta calma, cierto respeto, cierto sentido sobre la muerte. Contratos, normas, disputas y estreses diversos sobre la gestión de los que ya no están. De repente me vino a la mente un deseo un poco raro pero genuino –y no sé si muy irracional–: cuando muera me gustaría que guarden mis cenizas en una caja de galletas, de esas típicas de hojalata –como aquella en la que guarda mi mamá los polvorones de nuez cada navidad.
Es una época que me transporta a México en automático; a las calles repletas de cempasúchil, al olor a azahar del pan de muerto y a los altares coloridos con fotos de personas desconocidas por cualquier sitio; a preguntarme quiénes habrán sido, cuáles habrán sido sus historias, qué les habrá gustado comer. Irremediablemente en México estamos destinados a pensar en la muerte desde pequeños, a quitarle peso inocentemente, a reírnos con ella, a llevarnos un poquito mejor y no evitarla hasta que nos toque a la puerta. Simplemente saber que está ahí y que forma parte de la naturaleza puede, quizá, quitarnos presiones absurdas, aportarnos perspectivas nuevas y un poquito de consciencia para gestionar el tiempo que tenemos.
No sabemos lo que viene después pero me parece necesario normalizar el hecho de que todos nos dirigimos al mismo punto. Aunque poco tiene que ver esta reflexión con el dolor que se experimenta cuando una vida acaba, con la confusión y la consecuente incomprensión que surge a raíz de estar y luego ya no.
Hace años me topé con el trabajo de Zahara Gómez Lucini cuando recién había publicado la primera edición de Recetario para la memoria en 2020. Un libro que pone al centro la memoria y nuestras maneras tan humanas de agarrarnos fuerte a ella para celebrar la vida. Zahara explora temáticas sociales a través de la fotografía y Las Rastreadoras del Fuerte son un colectivo de más de 130 mujeres que se dedican a buscar; buscan familiares, amigos, seres queridos que nunca volvieron. De esta colaboración surge Recetario para la memoria. Para mí, siendo mexicana, tiene todo el sentido conocer y visibilizar una realidad tan áspera como la desaparición forzada.
En Sinaloa, al noroeste de México, hay un lugar llamado Los Mochis, más cerca del mar que del desierto. Desde aquí y desde 2014, Las Rastreadoras han localizado los restos de cerca de 200 víctimas con la única ayuda de picos y palas. Este problema que viene de lejos se ha acentuado en las últimas décadas debido al narcotráfico, al crimen organizado y a las políticas fallidas de un gobierno que no sabe cómo maniobrar. Son estos temas por los que me duele México, causados por la corrupción, la falta de educación y de sentido común que generan tanto sufrimiento. En enero de 2020 el Ministerio del Interior reportó 62,637 desapariciones en todo el país. Hoy esta cifra es mucho mayor.
Zahara se ha volcado de pleno en capturar una realidad muy dura, pero esperanzadora a la vez. El libro es un retrato antropológico de lo que representa la separación, la ausencia, pero también la resistencia ante el olvido. Este proyecto fotográfico y social se compone de recetas y de textos que acompañan. Pozole para Roberto, tacos de birria para Sergio, tamales para Rodrigo, machaca para Miguel Ángel, capirotada para Pablo, caldo de chicharrón para Jesús Javier…
La comida puede representar una manera de transitar la pérdida, la impotencia de no saber, de no poder hacer nada. Cocinar puede ser una poderosa acción para burlar el vacío a través de la memoria gustativa, en la mesa, en compañía. Tan relacionado está el alimento a las diversas cosmogonías de la creación en cualquier cultura, en cualquier conjunto de coordenadas del planeta, que es parte fundamental también al partir. Nacemos comiendo y nos iremos dejando un listado de usos y costumbres alimentarias con la posibilidad de perpetuarse, con el poder de mantenernos en las emociones de los que siguen caminando, y en mi opinión, creo que no existe vía más auténtica para la ansiada eternidad.
«Que la cocina se convierta en pretexto para hablar de lo indecible» Zahara Gómez Lucini
La comida almacena multitud de significados y aunque esto no es nada nuevo, es importante. Nos hace vivir y revivir una y otra vez, crea y recrea recuerdos dando sentido a nuestras vivencias. Es un cúmulo de vínculos y una posibilidad de encuentro constante. Poner la mesa como un reclamo de dejarse querer y de cuidar al otro.
Y aquí regreso a la cuestión de la memoria, tan compleja y tan fascinante. Hace un par de días conocimos a Lara Bongard, artista multidisciplinar y autora de The Girl Who Crossed the River with a Tablecloth (recién publicado y muy, muy pronto disponible), y nos contaba que en hebreo no existe la palabra historia y que en su lugar se utiliza la palabra ‘Zikaron’ זִכָּרוֹ, que se traduce como memoria; entendiendo la memoria como algo intrínseco al ser, y la historia como algo ajeno, aparte.
Todo esto me lleva a pensar en la memoria como un finísimo hilo que nos sostiene y lo viene haciendo desde que las estrellas se formaron permitiéndonos celebrar la continuidad del recuerdo de los que ya no están, de tantas y tantas personas que no tuvieron ni tendrán siquiera la oportunidad de compartir sus deseos al pasar al más allá, porque su aliento haya sido o sea arrebatado.
Y así como las estrellas brillan con la luz de la memoria, ellas y ellos lo seguirán haciendo porque desde aquí alimentaremos su recuerdo.
Estamos deseando que la segunda edición de Recetario para la memoria (Guanajuato) también tenga su sitio en nuestra estantería a partir del año que viene. Un libro que habla del desplazamiento de la población y el consecuente abandono del campo mexicano; de dinámicas colonizadoras y las consecuentes migraciones; de tratados comerciales internacionales y del total apoyo gubernamental a la agroindustria; de tierras grises, homogéneas y agrietadas; del pequeño productor al que no le queda otra opción más que probar suerte al otro lado de la frontera.
Por todas y todos los que nos faltan. Para seguir exigiendo verdad y justicia.
Desde Tabletimes agradecemos a Zahara y a todas las personas que han hecho posible este proyecto: María de Vecchi, Daniela Rea, Constanza Posadas, Alejandra Díaz, Clarisa Moura, Tai La Bella Damsky, Sydonie Ghayeb, Las Rastreadoras del Fuerte y todos los colectivos que luchan por la causa. Parte de los beneficios de ambos libros son donados a Las Rastreadoras y a los colectivos para continuar con la búsqueda.
TTS-005
Recetario para la memoria (Sinaloa)
ed. Zahara Gómez Lucini
2020