Si quieres leer esta carta en inglés, la encontrarás aquí.
En este mundo enredado a veces creo que damos por sentado muchas cosas de las que depende nuestra frágil y pasajera condición: el oxígeno, una temperatura agradable, un techo, agua, alimento y compañía. Durante estos últimos días no puedo dejar de pensar en lo que debe ser tener que dejarlo todo atrás, decidir qué llevar conmigo y marchar a cualquier otro lugar donde empezar de cero, simplemente porque ahí donde me tocó nacer ha dejado de ser seguro. Deseo que todas las personas desplazadas encuentren paz y cobijo a través de la comida.
De esto también va la práctica editorial de Sheere Ng, escritora e investigadora centrada en las intersecciones entre la comida, la inmigración y la identidad. Después de estudiar periodismo, su carrera comenzó en Makansutra, escribiendo sobre la cocina callejera de Singapur. En 2013 viajó a Boston para estudiar un máster en Artes Liberales en Gastronomía; y después de graduarse, deseaba conocer diversos sectores relacionadas con la comida. Trabajó como investigadora en el Museum of Food and Drink, pasó tres meses como aprendiz en la carnicería Dickson’s Farmstand, y un par de meses más en Fung Tu, restaurante chino-americano en Manhattan.
De vuelta en Singapur, Sheere y Justin, su pareja, dirigen In Plain Words, un estudio de escritura y diseño.
Andrés se topó con When Cooking Was a Crime navegando en are.na. Días después, recibí un par de recomendaciones de Alan, de Inga Books y filmfront en Chicago, en las que incluía el título. Para entonces, ya había intercambiado correos con Sheere y esperábamos un paquete proveniente de Singapur con cinco libros.
When Cooking Was a Crime: Masak in the Singapore Prisons, 1970s - 80s es un ejercicio de empatía pura y editorialmente, una obra experimental, artística y documental que logra llegar a las profundidades de un tema generalmente ajeno a la mayoría: la experiencia alimentaria dentro de instituciones privativas como las cárceles.
Nadie debería poder retirarle a nadie la libertad de cocinar. Pero en las cárceles no suele ser así. Entre las décadas de 1970 y 1980, en las prisiones y en los centros de rehabilitación de drogas de Singapur (DRC’s), esta actividad era ilegal para los presos; aún así, se las ingeniaban para llevarla a cabo dentro de sus celdas, a horas perfectamente calculadas cuando sabían que ningún guardia pasaría a supervisar. A esta operación clandestina le llamaban masak, que significa cocinar en malayo.
De entrada, se trataba de un acto colectivo porque requería cierta coordinación y estrategia para conseguir los recursos necesarios: quien robara bolas de algodón de la enfermería, quien guardara sobras del desayuno, quien consiguiera alguna lata, quien aportara un artefacto ilícito. Imagino que este factor social es lo que hizo que para muchos exreclusos masak llegara a convertirse en un recuerdo nostálgico; llegaban a establecer una hermandad solo con aquellos con quienes compartían su comida.
Masak era el highlight de sus vidas tras las rejas. Les proporcionaba comida caliente en contraste con las comidas frías, insípidas y repetitivas de la prisión, y les daba la oportunidad de recrear sabores familiares que les recordaban la vida en libertad. En un lugar donde la privación era la norma, cocinar y comer no solo eran formas de conectar con el pasado, sino también vías para escapar de un presente desolador.
Hablando con Sheere sobre los aspectos que más llamaron su atención durante la investigación, concluía que la comida que a duras penas lograban preparar, era lo de menos, de hecho no tenía nada de espectacular; al contrario, los presos explicaban que era realmente mala. Sin embargo, la capacidad de tomar pequeñas decisiones bajo su propia voluntad y escapar del régimen impuesto, les ayudaba a recuperar su autonomía, a preservar su dignidad y a cuidar un mínimo espacio creativo. Aspectos, otra vez, tan básicos como satisfacer cualquier necesidad fisiológica.
Este es el mensaje que transmite el libro a fin de cuentas. La comida en sí –sin dejar de ser un tema de total interés en este caso– pasa a ser una cuestión secundaria (en general suele suceder), siendo lo verdaderamente importante todo aquello que genera, tanto psicológica como emocionalmente.
Una vez hice esto [estofado mixto] para mi familia e incluso le di un toque especial añadiendo almejas enlatadas. Mi madre y mis hermanos no quisieron comerlo después de probarlo. Decían que estaba muy salado. A mí también me pareció terrible. Pero en prisión sabía a gloria. Tal vez porque rara vez teníamos algo caliente o bueno para comer.
—Buffalo
Los relatos que se incluyen se basan en las experiencias de ocho exreclusos: seis chinos, un indio y un eurasiático: Benny Se Teo, Black, Buffalo, Jeffrey, Kim Whye Kee, Kingsley Morrando “zup zeng”, Nehru y Tan Cheng Huat “Toothless Huat”. Algunos prefirieron dar su nombre y otros firmar con su apodo. Sheere conoció a la mitad en 2011 cuando escribió por primera vez sobre masak para Yahoo!, y al resto entre 2018 y 2019 específicamente para la realización del libro. Casi todos han cerrado ya el capítulo de su juventud delictiva, tienen trabajos estables o dirigen sus propios negocios, algunos se han casado y otros han encontrado la fe.
El almuerzo es castigo.
Masak es libertad.
Cocinar es control.
La comida es juego.
Es fascinante observar cómo en situaciones de limitación somos capaces de resignificar y dotar de nuevos usos nuestro entorno. ¿De dónde sacas combustible para encender un fuego? Esta era una operación extensa que requería al menos cinco elementos diferentes. Para Sheere, las ideas más ingeniosas de los presos venían de la necesidad de obtener combustible. Papel de baño y margarina. Bandejas de plástico del comedor rotas y derretidas en cera de velas. Cerillas racionadas cubiertas con pasta dental para ser reutilizadas. Y si no había cerillas, la chispa proveniente de una pieza de metal dentro de algún encendedor de contrabando y una cuchilla de afeitar hacían la función para encender un trozo de sábana o alguna bolsa de plástico.
Esta actividad tuvo mayor auge en los centros de rehabilitación que en las prisiones, debido a que las instalaciones de los centros no permitían una vigilancia muy estricta y generalmente había poco personal, lo cual permitió incluso la caza de pequeños animales, si tenían suerte.
La taza del inodoro dentro de las celdas se empleaba para beber agua porque no se les proporcionaba a los presos agua potable en las instalaciones. Lo que hacían era sellar el agujero con una bolsa de plástico y tirar de la cadena para recoger el agua. Esta técnica también hacía de émbolo para drenar la taza, permitiendo a los reclusos en diferentes celdas comunicarse a través de la tubería. Por supuesto, existía una etiqueta para mantener las letrinas impecables.
Otro punto destacable, repleto de relevancia e ironía es que la misma comida, sin embargo, se convertía a la vez en un arma divisiva y de poder cuando surgía la oportunidad. Los presos asignados como cocineros para los servicios habituales –almuerzo a las 10 de la mañana y cena a las 3 de la tarde– tampoco facilitaban la situación, porque al tener acceso a la cocina, se aprovechaban robando insumos (para masak) y llevándose las porciones más grandes. El puesto tenía su demanda, con razón. Masadi Masdawi, un superintendente encargado de varios centros entre 1982 y 1999, pasaba a las cocinas con regularidad e incluso probaba la comida, más que nada para asegurarse de que nadie se intoxicara.
Por supuesto, también se hacían insinuaciones sexuales sobre los reclusos que intercambiaban manzanas o naranjas, cosa que se convirtió en un tabú, en una especie de lenguaje interno en el que cada cosa tenía su significado: los huevos simbolizaban poder, los caramelos un medio de cambio, las sobras resistencia.
«Masak se convirtió en una forma para los reclusos de convertir la comida en una fuente de consuelo, como normalmente lo es en el mundo exterior»
Además de guardar sobras y hurtar insumos de la cocina, los presos conseguían ingredientes también legalmente: podían comprar alimentos envasados y condimentos en la comisaría, pagando con los salarios que se ganaban dentro de las instalaciones. Muchas de las elaboraciones que preparaban provenían de la cocina tradicional de la región. Bubur cha cha [postre de boniato, ñame y leche de coco] se preparaba con kaya [mermelada de coco], azúcar y sopa de alubias verdes diluida que se servía en las comidas. Ban mian [sopa de fideos con albóndigas, verduras y anchoas fritas] combinaba hae bee hiam enlatado [gambas secas en salsa sambal picante], fideos del almuerzo, ikan bilis [anchoas secas y fritas] y verduras de la cena. La creación final rara vez se asemejaba a aquello que anhelaban comer, pero ese no era el punto.
El libro menciona incluso que un preso en California hizo pollo a la naranja con mermelada de fresa, azúcar y Kool-Aid para rememorar las comidas que compartía con su hija en restaurantes chinos. La comida ha sido el refugio común en cualquier prisión, accesible a diferencia de la música o el alcohol.
Lo más importante es pat lang (estar familiarizado con la gente) en Hokkien [lengua nativa de la región de Minnan, al sureste de China], tu conexión con los reclusos.
—Benny
El comportamiento de un grupo humano dentro de unos límites físicos, políticos y económicos establecidos, despierta mucho mi curiosidad. Es como asomarse a una maqueta a escala y observar que lo que ahí sucede se refleja en la realidad. La distribución de los recursos era facilitada por redes de pandillas que operaban dentro de las instalaciones. Para bien o para mal, precisamente debido a este sistema social, masak prosperó con tanta complicidad. Quien aportaba se beneficiaba.
Sorprendentemente, era común ver platos sin terminar en los comedores porque la gula se consideraba una debilidad de carácter; además, el rechazo de la comida proporcionada por los centros, también era un signo de masculinidad, posiblemente porque era una manera de expresar enfado a las instituciones que intentaban controlarlos. Eso sí, cocinar fuera de prisión era dominio de las mujeres. Masak, en cambio, era un juego para los convictos. Consistía en muchas más cosas: romper las reglas, robar, ingeniar y rebelarse. Incluso a veces, los presos apostaban su almuerzo al equipo ganador en un partido de fútbol o en partidas de póquer.
La predominancia del color naranja fluorescente y los pliegues inferiores sin cortar entre las páginas generan gestos particulares al manipular el libro, invitando a averiguar lo que se esconde con cierta delicadeza. Las fotografías empleadas también aportan de manera significativa. Sin registros visuales –con los que no contaba Sheere– sería difícil imaginar estos escenarios precarios. Hablamos también de esta suerte de colaboración con Don Wong, fotógrafo y amigo de Sheere, dispuesto a experimentar.
Fue durante el confinamiento que Don trabajó intentando ponerse en los zapatos de un recluso para lograr un resultado fiel y auténtico; quería sentir la frustración y luego la satisfacción al abrir una lata sin ninguna herramienta, por ejemplo. Este ejercicio les ofreció una visión de la magnitud del aburrimiento y depravación de los reclusos, así como de su paciencia y tenacidad, y les ayudó a verificar la veracidad de sus invenciones. Después de mucha prueba y error, y múltiples sesiones, encontraron un lenguaje visual que va más allá de una mera documentación literal. El objetivo era producir imágenes que calmaran la curiosidad más que evocaran el apetito.
Estoy seguro de que esta actividad ayudó a los reclusos a mantener una ilusión mental de una sociedad a la que una vez pertenecieron.
—Don Wong
Debido a que la comida es con más frecuencia un símbolo de amor en tiempos de paz y abundancia, caemos en creer que solo habla el lenguaje de la unidad, pero también pinta un retrato mucho más amplio y complejo de la realidad colmado de perspectivas matizadas. Ahí radica el potencial de la comida: nunca dejará de ser un medio para comunicarnos, para sentirnos representados; para desvelar un cúmulo de cuestiones humanas y no humanas que requieren replantearse.
La última vez que estuvimos en Madrid, conocimos a Alejandra en la librería Arrebato y ella nos habló de Mancebía Postigo (ya dedicaremos una carta particular a Mar y Oliver), y nos llevamos dos de sus publicaciones: Comer en Marte y Culebrón gastro-carcelario, esta última con muchas similitudes con When Cooking Was a Crime. Dos publicaciones completamente distintas que se encuentran en la crítica común de un sistema que falla ante un derecho fundamental como el alimento digno, que debería permanecer independiente a sentencias y penas, sea cual sea la causa.
TTS-001
When Cooking was a Crime
ed. Sheere Ng
In Plain Words
2020
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Más sobre In Plain Words, Sheere y sus proyectos en próximas entregas.
Todos tus artículos son absolutamente maravillosos. Este especialmente. No hago más que apuntar libros en la lista de pendientes. Muchas gracias por tantos descubrimientos y tanta sensibilidad
Cuanta belleza en tan marginal tema. Gracias por iluminarnos 🙌 (y sí ya sé que se ha dicho todo de Vázquez Montalbán, pero él comenzó su afición a la cocina en su época carcelaria -sorry Albert-)